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Página 31 - Libro de Lengua y Literatura 2 de Noveno Grado

Estructura de los mitos

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32. En parejas, leemos la siguiente descripción

En parejas, leemos la siguiente descripción de los símbolos de realeza que vestía el Inca. Reconocemos estos símbolos en la ilustración. Luego, conversamos sobre la relación que tiene esta vestimenta con el mito leído.

El Inca era el soberano del Tahuantinsuyo (el Imperio inca). Era venerado porque se lo consideraba hijo del Sol. Algunos de los símbolos que empleaba para distinguirse eran:

  • el llauto, una especie de turbante tejido con lana de vicuña, equivalente a una corona imperial, que se sujetaba sobre la frente con una faja de fina lana y tenía en la parte superior plumas de korekenke (un ave sagrada);
  • el topayauri, un cetro de oro en forma de hacha;
  • una fina túnica llamada capac uncu y una capa denominada llacolla.

Se creía que el topayauri fue usado por Manco Cápac en su marcha desde Wanakauri y que le permitió reconocer las condiciones del cultivo de las nuevas tierras hasta que llegó al valle del Cusco. Luego fue heredado por su hijo Sinchi Roca.

[Ilustración: Inca con vestimenta real y sus símbolos de la realeza]

Glosario

  • juncia. Planta herbácea, de 80 a 120 cm de altura, hojas largas, estrechas, de bordes ásperos, flores verdosas en espigas terminales, y fruto en granos secos harinosos.
  • paria. Persona excluida de las ventajas de que gozan las demás, e incluso de su trato, por ser considerada inferior.

33. La fundación de Tenochtitlán

Leo el siguiente mito. Luego, en mi cuaderno, elaboro un diagrama de Venn para establecer las semejanzas y diferencias entre este mito y el de La ciudad sagrada.

Mito azteca (México)

Maldormidos, desnudos, lastimados, caminaron noche y día durante más de dos siglos. Iban buscando el lugar donde la tierra se tiende entre cañas y juncias.

Varias veces se perdieron, se dispersaron y volvieron a juntarse.

Fueron volteados por los vientos y se arrastraron atándose los unos a los otros, golpeándose, empujándose; cayeron de hambre y se levantaron, y nuevamente, cayeron y se levantaron. En la región de los volcanes, donde no crece la hierba, comieron carne de reptiles.

Traían la bandera y la capa del dios que había hablado a los sacerdotes, durante el sueño, y había prometido un reino de oro y plumas de quetzal: “Sujetaréis de mar a mar a todos los pueblos y ciudades”, había anunciado el dios, y “no será por hechizo, sino por ánimo del corazón y valentía de los brazos”.

Cuando se asomaron a la laguna luminosa, bajo el sol del mediodía, los aztecas lloraron por primera vez. Allí estaba la pequeña isla de barro: sobre el nopal, más alto que los juncos y las pajas bravas, extendía el águila sus alas.

Al verlos llegar, el águila humilló la cabeza. Estos parias, apiñados en la orilla de la laguna, mugrientos, temblorosos, eran los elegidos, los que en tiempos remotos habían nacido de las bocas de los dioses.

Huitzilopochtli les dio la bienvenida:

—Este es el lugar de nuestro descanso y nuestra grandeza —resonó la voz—. Mando que se llame Tenochtitlán la ciudad que será reina y señora de todas las demás. ¡México es aquí!

Eduardo Galeano (2005). Memorias del fuego. Los nacimientos, Vol. I, Buenos Aires: Siglo XXI, p. 47.