Página 140 - Libro de Lengua y Literatura 1 de Décimo Grado
El cuento
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13. Leemos el siguiente cuento de la escritora ecuatoriana Coca Ponce, y lo comentamos con la guía de nuestro docente.
Como ecuatoriana
Coca Ponce
En la sala VIP del aeropuerto faltaba aire. Algunas personas lloraban. Otras se abrazaban. Casi todas hablaban por teléfonos celulares. Los periodistas de la televisión hacían preguntas a las personas más nerviosas. Los de la radio trataban de conseguir una entrevista con las autoridades. Los militares evitaban las miradas. Había demasiado movimiento y ruido. Al menos así le pareció a Brigitte mientras aguardaba, sola, sentada en una esquina, frotando compulsivamente su muslo derecho. Frotó tanto que la tela de su pantalón perdió el color. No entendía lo que pasaba. No tenía sentimientos definidos. Solo sentía calor.
Esta mañana había llamado el mayor Oviedo, un funcionario de la compañía de aviación. Preguntó por la señora de Moscoso. Hacía tiempo que nadie la llamaba así. Estaba separada de Carlos hacia casi tres años y desde entonces usaba su apellido de soltera.
—¿La señora de Moscoso, por favor?
Estuvo a punto de responder que estaba equivocado, pero algo la detuvo.
—¿Quién la busca?
—El mayor Oviedo. Necesito hablar con la señora Brigitte de Moscoso.
Con un tono de voz envejecida dijo: “Soy yo”.
Brigitte había venido siete años atrás, casada con Carlos Moscoso. No conocía el país ni a nadie que viviera aquí. Cuando llegó quiso integrarse al mundo del que tanto había oído hablar a Carlos y vivir como ecuatoriana. Y no fue fácil. Todo era diferente. Todos esperaban algo que no tenía. Pero se dispuso a aprender. Preguntó por qué lloran en las fiestas y ríen en los funerales. Descubrió que cuando reciben por respuesta una negativa directa, se sienten ofendidos. Se le hizo muy difícil utilizar las formas indirectas de los verbos. Oyó que los objetos se caen, se rompen, se pierden. Que las cosas simplemente suceden sin que haya un responsable. Pensó que tal vez por eso el país no tenía héroes.
No estaba muy convencida de que le correspondiera ir a Tulcán. No sentía que fuera su deber. Sin embargo, el mayor Oviedo había venido hasta su departamento con los papeles del seguro de accidentes que Carlos había llenado esa mañana. El mayor, tímidamente, le explicó el trámite que debía seguir en esas circunstancias.
Después de una larga conversación acerca de que debía asistir al reconocimiento del cadáver, Brigitte alcanzó a llamar a su vecina para pedirle que se encargara de los niños cuando llegaran de la escuela. Mientras le daba instrucciones, sentía que la situación en la que estaba tenía un sabor de irrealidad absoluta. Como todo en este país. Aquí las cosas siempre son un poco inexactas, un tanto indefinidas, por no decir difusas. Tal vez por esa razón, en ese momento, volvió a ser la señora de Moscoso. Nunca se divorciaron. Carlos decía que se sentía más seguro cansado. En cambio ella nunca supo qué sentir.
Cuando llegó a Ecuador, Carlos le explicó las costumbres locales. En resumen, ella se encargaría de la casa, y él, del mundo exterior. No tenía que preocuparse por nada mientras no se rompiera el equilibrio. Enamorada como estaba, asumió el encierro. Desde allí vio cómo las virtudes lentamente se transformaron en defectos. Los gestos cariñosos, en muecas burlonas. Los apodos graciosos, en reclamos. Y si él no la hubiera abandonado, ella ni siquiera hubiera conocido el Café Toledo.
En la información del seguro de accidentes, Carlos había escrito el nombre de Brigitte. ¿Tal vez pensaba en los niños? Cuando llegó al aeropuerto ella tuvo que llenar varios formularios: fechas, nombres, lugares, direcciones. Mientras escribía los datos, recordó el día en que Carlos abandonó la casa. Lo hizo muy entusiasmado. También era un jueves. Había descubierto que