Página 141 - Libro de Lengua y Literatura 1 de Décimo Grado

El cuento

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su destino y su necesidades eran otras. Que con ella no iba ningún lado. Brigitte volvió a sentir lo mismo que aquel día. Recordó la imagen de Carlos arreglándose como para una fiesta. Se había afeitado y luego perfumado con Aqua Velva. Cuando por fin salió del departamento diciendo que ella estaba robándole la vida, llevaba sus objetos personales en una gran bolsa de basura. Brigitte puso el pie en la puerta para que no se cerrara. Se quedó ahí parada hasta que él desapareció en el ascensor. Escuchó que le decía:

—Por la plata no te preocupes. Nunca te faltará.— Luego corrió hasta la ventana que da a la calle para ver a Carlos alejándose en el Mazda.

Entonces su vida cambió muy poco. Sin embargo, el sentido que tenía para Brigitte vivir en Ecuador desapareció por completo. Abrió las cortinas para que entrara el sol y retiró los sillones de las paredes. Dejó de preparar arroz a diario. Consiguió trabajo de traductora en la embajada. En el fondo, lo único que quería era regresar a su pueblo natal, un lugar rodeado de girasoles. Había intentado irse con los niños, con el pretexto de las vacaciones de verano, pero Carlos jamás quiso firmar el permiso de salida ni el cheque para los pasajes. Para superar esa limitación, Brigitte se dedicó a los trámites para conseguir pasaportes europeos a los niños.

Una vez que los obtuvo, pensó que solo era cuestión de ahorrar. Sin embargo, la plata nunca sobraba.

Cuando Brigitte y los familiares de los demás pasajeros llegaron a Tulcán, se instalaron en una escuela que los militares vigilaban como si hubiera algo para robar. Un cura ofició misa en una de las aulas. Brigitte prefirió quedarse afuera, sentada en un banco. Estaba cansada y sentía frío. Pero al poco rato la soledad se hizo insoportable y optó por entrar. Se sentó cerca de alguien. No importaba quién. Necesitaba sentirse acompañada. Se puso a pensar en los siete años de destierro marital, como había bautizado a esta larga estancia en Ecuador. Ahora, al ver a toda la gente que la rodeaba, sentía algo parecido a la envidia. Hubiera querido tener algo que compartir con ellos, hubiera querido estar triste, como parecían que ellos estaban. Si al menos hubiera sentido remordimientos, como la señora que gritaba: “Juan

Esteban, perdóname”, hubiera podido sentirse ecuatoriana.

De pronto, todos dejaron de rezar y abandonaron la improvisada iglesia. Desde el lugar del accidente llegaron los primeros militares trayendo algunos cadáveres. Vio la bolsa negra de basura en la que Carlos guardó su ropa el día que la dejó. Los uniformados pidieron a los familiares que se acercaran a fin de proceder con el trámite correspondiente.

La cola avanzaba con lentitud. Los gritos de dos señores al identificar a su hermana la aturrieron. Brigitte caminaba nerviosa pensando cómo reconocerían a Carlos. No conocía la ropa que usaba últimamente. Ni siquiera recordaba si tenía bigote. Parecía que hubiera perdido la memoria. Tenía sed. Trataba de visualizar las facciones de Carlos, pero solo recordaba la cara del mayor Oviedo sonrojándose cuando por la mañana Brigitte le preguntó:

—¿Cuánto es el dinero que recibiré?

El mayor había titubeado un momento antes de mencionar una cantidad tentativa. No estaba autorizado a tratar el tema. Ella, al escuchar la suma, no pudo apreciar su dimensión real. Las cosas estaban sucediendo con demasiada velocidad. En la cola de identificación volvió a pensar en la cifra mencionada por el mayor. De repente comprendió que su momento había llegado. Supo que por fin volvería a ver su pueblo natal rodeado de girasoles. Y se sorprendió cuando se dio cuenta de que, por primera vez en siete años, lloraba de alegría, como ecuatoriana.

Referencia: Ponce, C. (2004). Mío, sólo el piano (1st ed.). Quito: Editorial Planeta del Ecuador.

[Ilustración: Mujer de espaldas con maleta pensando en girasoles]