Página 144 - Libro de Lengua y Literatura 1 de Décimo Grado
El cuento
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Había pintado las habitaciones de colores pastel, ponía macetas de flores en todos los rincones, quemaba aromáticos inciensos de sándalo y canela para la serenidad, prendía velas contra los malos espíritus, y de las paredes de su casa colgaban cuadros con máximas famosas, frases luminosas y sabias que la animaban a mirar siempre adelante, a no dejarse derrotar, a pensar siempre positivo y seguir el sendero de la iluminación; en una palabra, buscaba, ansiaba, desesperaba por tener una esperanza, por conseguir el elixir de la juventud eterna, la puerta sagrada a la inmortalidad con la protección de un ejército de esbeltos arcángeles rubios a quienes veneraba y de quienes –merced a una torre de libros de espiritualidad y autosuperación que compraba y coleccionaba quincenalmente–, conocía exactamente sus nombres, oficios y encargos, para reclamarles o exigirles con fundamento.
Tenía ella un terrible miedo a la indecencia de la decrepitud. “El día en que esté muy vieja me mato”, le había asegurado a una amiga mayor que ella y esta la había quedado mirando con un poco de lástima y tristeza, mientras apuraba el café y escarbaba con desgano el cheesecake de frutilla que ella había despreciado.
Cuando llegaba del trabajo, después de merendar la ensalada de lechuga y otros vegetales para no engordar, el yogur natural para mejorar la digestión y los ocho vasos de agua para conservar la piel lisa y radiante, solía mirar la televisión junto a su gorda gata siamesa de color caramelo que dormía a su lado, a la que amaba tanto como a ella misma. Era su hija, su pasión, el punto y coma de su amor. A ella, solo a su gata, le toleraba que le despeinase el hongo precioso de su melena tinturada de un color rubio cenizo mediano, por el estilista afeminado que le confiaba entre hipos y ayes sus penas mientras pasaba el secador por sus cabellos húmedos y le incendiaba las orejas.
A ella, a su gata, le contaba sus miedos y tristezas, los días en que le habían ocurrido cosas por no haber salido de la cama con el pie derecho, las infamias de su jefe en el trabajo, las mentiras y pequeñas perfidias de sus amigas, sus nostalgias de antiguos amores y especialmente su miedo, su terrible miedo, su monstruoso miedo por el futuro. A ella, solo a ella, confiaba la vergüenza de sus libras de más, los rollitos que había observado crecer alrededor de la cintura y la celulitis que avanzaba como plaga de langostas sobre sus bien cuidadas y largas piernas. A ella le confesaba el horror de la soledad y la depresión que se erguía como una nube oscura amenazando la longitud de sus fines de semana. Solo a ella.
Por eso no soportó, no pudo soportar el día en que mataron a su gata. Ese día ella le puso la leche, como de costumbre, muy temprano por la mañana, mientras acariciaba su brillante pelaje. Luego toleró que, mientras se colocaba el uniforme oscuro y apuraba la tacita de café azucarada con edulcorante, la gata se recostilara entre sus piernas enfundadas en medias nailon color carne. Observó algo extraño en la actitud de la gata; normalmente cuando le servía se acercaba, sensual y prosuda, olisqueaba un poco, como desconfia-
[Ilustración: cara de gata siamés color caramelo]